domingo, 29 de marzo de 2015

UN BESO SUYO EN MI CABEZA

Me besó, sólo un beso en la cabeza;
pero fue el gesto más lindo del mundo.
Un beso como signo y señal de gentileza y cariño,
un cariño pulcro y sano,
como el que no creo haya otro igual en esta tierra;
y aunque anhelaba cosas mayores
sólo eso bastó para robarme un suspiro y enamorarme más y más de él.

Alegría provocó en mi corazón y a la vez un gran dolor,
¿cómo puedo amarle tanto?; pregunto sin respuesta.
Cuando veo su rostro, su silueta…
en mi corazón hay una rabieta.

¿Por qué?, ¿Por qué de ella y no de mí?,
¿Acaso no ve que me duele que la mire, que la abrace?,
Cómo quisiera poder demostrarle lo que siento;
en parte creo que lo hago…
Cada vez que su sonrisa se refleja en mi pupila es como si…
como si aves revolotearan en mi interior,
haciéndome sonreír a mí también.

Pero el día de hoy, a pesar de ese hermoso beso,
me doy cuenta de que por más que lo ame
él sólo me ve como una amiga.

¡El me quiere! ¡Él me quiere! Lo sé, ¡estoy segura!
Pero no tanto como yo a él…
Si algún día él lo ha de saber,
que sea de mis labios
de donde provengan aquellas palabras
que podrían llevarnos al amor o al olvido;
 y si fuese la última opción,
mi más grande deseo sería sentir una vez más,
sólo una vez más…
un beso suyo en mi cabeza.

Dení Araoz
Orizaba, Veracruz

25/03/09

domingo, 1 de marzo de 2015

Ruisu.

Le conté que lo extraño, se lo conté a él: el más nuevo de mis amigos.

Nos conocemos desde hace poco más de un año y medio, es de esas personas que el destino te pone a un lado, les haces una pregunta tonta y terminan haciéndose compañía el resto del día, el resto del año, algunas veces el resto de la vida. La manera en la que nos molestamos cada vez que nos vemos podría hacer pensar a quienes nos rodean que nuestra relación es somera. No los culpo, yo suponía lo mismo hasta el jueves pasado cuando, por enésima vez en este mes, colapsé.

Me ha dicho ya cientos de veces que no le agrada el contacto físico conmigo: “no me abraces”, “te he dicho mil veces que no me abraces”, “ya sabes que no me gusta que me abraces” y seguramente otras frases más son las que ha empleado para soltarse de mis brazos cuando me tornaba melosa. Teniendo en cuenta que nuestras conversaciones giran en torno a  cuán joven él luce a pesar de ser mayor que yo y de cuán masculina me veo desde que decidí cortar mi cabello, podría no sonar tan lógico que fuese él -y no alguien más- la primera persona que viniese a mi mente cuando ese día empecé a llorar.

Aún era el mediodía y las ansias de que diesen las cuatro de la tarde me comían como cada martes y jueves desde hace poco más de un mes. Estaba consciente de que la tortura que vivo cada día pronto iba a terminar para dar paso a mi fuente de alegría: estoy aprendiendo un nuevo idioma. (Él y yo teníamos planeado entrar a esas clases juntos desde hace un año, tal vez menos.) Cuando al fin la espera cedió su lugar a un comienzo, allí estábamos los dos, en la misma aula donde nos conocimos, y es en ese mismo lugar donde sonrío dos veces a la semana.

Ya había visto aquel jueves un par de cosas que me daban pequeños golpecitos en el pecho, pero los ignoré y continué mi camino hacia el sitio donde había decidido esperar a que corriera el tiempo. Casi lo había olvidado cuando mis ojos voltearon en el momento preciso. Y, la verdad, no me parece nada increíble que sólo exista un ser vivo capaz de derrumbarme con un sólo golpe, certero, limpio y frío. 

Poseo algo, no sea si sea una cualidad o una maldición. Puedo distinguir un sentimiento real de otro que no lo es. En ese momento fue una maldición. Vi amor. Eso era. Y nadie podrá saber nunca cuánto deseé haber sido yo quien recibió ese amor. 

Y es ahí donde ya no entiendo, ¿por qué pensé justo en mi amigo más nuevo y no en otra persona? Tenía tantas ganas de hablarle, de pedirle que nos viéramos desde antes de empezar la clase de japonés pero el saldo de mi celular se había agotado. Mi mente se distrajo las horas siguientes pensando en él...

Aula 13, llena de personas fanáticas del anime y allí estaba él, sentado donde siempre, afortunadamente la silla de junto estaba vacía, así que me senté. Sensei arribó al aula y la clase comenzó. Unas cuantas palabras conocidas y un tanto de desconocidas. Receso. Salimos a comprar a un café pero regresé con un chocolate caliente en la mano pues al estar frente a la máquina dispensadora me di cuenta de que en realidad no me gusta el café. Nos sentamos fuera del salón, me solté a llorar y... me abrazó. 

Eso no me lo esperaba pero lo hizo.

El receso terminó y la clase continuó. Al término de ésta, ambos caminamos juntos hacia el autobús, como cada martes, como cada jueves, como cada sábado. Siempre caminamos al rededor de media hora, mientras sólo vemos pasar un autobús tras otro -autobuses que yo debería abordar-. Ese día hacía frío y lo tomé del brazo, formando una especie de gancho con nuestras extremidades superiores derecha e izquierda, respectivamente. Me escuchó decirle cuánto extraño al amigo que perdí, me escuchó quejarme sobre cuánto duele distanciarte de tu familia. Me entendió, yo no sabía que él pasaba por lo mismo, o bien, por algo similar.

Mientras seguíamos caminando, no sé cómo pasó pero él rodeó mi mano con la suya, lo cual me vino bien pues el frío comenzaba a sentirse en mi piel. Y así caminamos muchas cuadras, sin sentirnos ni un poco incómodos, se había roto la barrera que él me había puesto y yo me sentía feliz de que fuese así. 

Ese jueves me di cuenta de cuánto lo quiero y de que él me quiere a mí. No sé sí esté bien tomar aquel día como ejemplo, como esperanza. Pues me dí cuenta de que cuando se quiere a alguien, ese amor puede romper ciertas barreras. Y no hablo del amor refiriéndome a una pareja, no pienso mucho en eso últimamente. Hablo del amor en su forma más pura, el amor que siento por mis hermanos, el amor que siento por mis amigos –como él–. 

Hablo del amor que siento por ti. 

Dení Araoz